Lágrimas en el helado. Jacques Cousteau


Por Silvana Buján

Hace muchos años, pero muchos años, Jacques Yves Cousteau escribió un texto al que llamó “Lágrimas en el helado”, hace tiempo que tengo ganas de leérselos. Recordemos de paso a Cousteau que le abrió la vocación a tanta gente por la biología y por la biología marina en particular. Decía en esta carta, en la sede central de UNESCO en París.

La Conferencia Oceanográfica Intergubernamental efectuó su asamblea general de rutina, una aburrida telenovela como es usual, donde delegados de naciones menores se sentaron tristemente durante una semana para escuchar interminables escaramuzas verbales. Pero yo no había ido a UNESCO para esos fútiles juegos. Quería encontrarme con el doctor Zennkevich, destacado oceanógrafo soviético, que integraba la numerosa delegación rusa. Zennkevich era una personalidad distinguida, además de su renombre entre los científicos marinos de todo el mundo. Era un individuo altamente civilizado, cómodo en muchos terrenos científicos, así como en el arte, la filosofía y la literatura; hablaba afluentemente varios idiomas y era amigo personal de mi maestro. El profesor Louis Fage y miembro veterano del Consejo Consultivo del Instituto Oceanográfico de Mónaco. Recientemente, había sido elegido presidente de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, uno de los cuerpos más influyentes dentro de la maquinaria política soviética.

Invité a Zennkevitch para almorzar en el restaurante de UNESCO junto con el comandante Alinat y el profesor Lacombe. Tenía para plantearle una pregunta difícil. Yo era director del Museo Oceanográfico de Mónaco, donde albergaba el laboratorio del Centro Científico de Mónaco, midiendo diariamente la radiactividad de la atmósfera y de la lluvia. Ese equipo era y es todavía parte de una red para el control de la radiación de bajo nivel, pero los niveles habían dejado de ser bajos. Los soviéticos habían iniciado su infame serie de pruebas de bombas H en la atmósfera. Nuestros centelleantes medidores relumbraban a menudo con datos inusuales. Y el enorme gráfico que actualizábamos diariamente sobre la pared se elevaba hacia el techo. Un mal ejemplo es rápidamente imitado. Los estados unidos le siguieron en detonando una cantidad equivalente de bombas. Los fuegos artificiales ciclópeos ya habían sido desconectados cuando invité al doctor, Zennkevitch a la comida más emocional que he tenido.

Durante los aperitivos y el plato principal conversamos sobre barcos, educación, fotografía submarina el año del océano Indico, los sumergibles de exploración. Le di a Zennkevitch informes sobre los estudios del reflejo sísmico que estábamos completando con el Calipso en el Mediterráneo. Pero cuando el plato de queso y el postre fueron servidos, tuve que manifestarme. Profesor, dije, me siento muy turbado por plantearle una pregunta difícil: en Mónaco, medimos diariamente la radiactividad del aire. Durante las pruebas termonucleares rusas en nivel se volvió extremadamente alto y probablemente peligroso para todo el Hemisferio Norte. ¿Por qué? ¿Por qué probaron esas bombas? ¿Sabía el gobierno soviético lo que estaba haciendo? Zennkevitch paró de comer e inclinó su cabeza durante un momento. Mi corazón latía con fuerza, probablemente porque pensaba que no debía haber planteado el problema. Quería a Zennkevitch y supuse que había lastimado profundamente sus sentimientos. Finalmente, el viejo maestro se plantó nuevamente en su asiento. Me miró fijo a los ojos y dijo suave, pero claramente: “Cousteau, la Academia de Ciencias de la Unión Soviética fue consultada por nuestro gobierno antes de las pruebas. Después de una cuidadosa evaluación, advertimos a nuestro gobierno que el propuesto programa de pruebas de bombas atómicas causaría probablemente la muerte de aproximadamente 50.000 niños en Rusia”.

¡50.000 niños! Sentí un dolor en la garganta y mi boca se secó. Zennkevitch, el venerable presidente de la poderosa Academia Soviética también tenía los ojos llenos de lágrimas. Agregó con lentitud: “Pero la respuesta fue que, si no probábamos las bombas, eso pronto podría costarle a la Unión Soviética muchas más vidas”.

No recuerdo cuánto tiempo permanecimos en silencio mientras comíamos nuestro helado, ni cómo nos separamos. Ni que hice aquella tarde. Estaba sobrepasado por pensamientos erráticos sobre las implicancias de las pruebas nucleares que Zennkevitch me había revelado. Cómo serían afectados esos niños en Rusia y en todas partes. Si realmente eran 50,000 en la Unión Soviética, ¿cuántas serían en el resto del mundo? Sabía que para llegar a Mónaco, cada nube radiactiva necesitaba algunos días después de haber sido arrastrada por los vientos occidentales casi alrededor del planeta entero, las nubes se precipitarían lentamente o serían disueltas por la lluvia. Dos tercios podían caer en el océano, pero después de algunos años, acabarían siendo parte del mar. América, Europa, Asia serían levemente cubiertas por polvillo radiactivo. La fruta, los vegetales que comemos estarían contaminados. Las vacas comiendo un montón de pasto ligeramente radiactivo concentrarían la amenaza en su leche, la propia leche. ¿Qué daríamos a nuestros niños durante años?, la leche de los niños del mundo. Ellos habían decidido envenenar deliberadamente la leche de nuestros hijos. ¿Cómo podían los seres humanos tomar tan fríamente esa decisión después de estudios basados en la aritmética de la muerte? El gráfico que trazábamos diariamente en Mónaco, me di cuenta de repente, en vez de números representando valores de radiactividad podían indicar algún testimonio experto sobre las bajas diarias en nuestras guarderías infantiles. La muerte se infiltraría lentamente, tal vez en 10 o 15 años. Empalideciendo los sonrientes labios infantiles con leucemia, arrojando a incontables familias hacia el luto. Quienes decidieron el abominable holocausto permanecerían sin ser sospechosos y tal vez morirían antes que sus víctimas podrían ingresar a sus ataúdes y a los libros de historia cubiertos de honores, banderas y medallas.

15 años después de la emotiva confesión de Zennkevitch, en otras palabras, miles de buceos más tarde, nuestra Sociedad organizó uno de los exitosos “Días de compromiso” en Houston, Texas, el 12 de febrero de 1977 durante el día entero 12.000 personas celebraron conmigo nuestro hermoso planeta, nuestro mar en peligro, pero vivo. Los momentos que más disfruté de nuestros Días de compromiso fueron organizados por nuestro amigo Mose Richards, que trata a los niños con su corazón. Hubo hasta 1500 niños reunidos en un salón, la mayoría de ellos sentados informalmente sobre el piso.

Caminé despacio a través del bullanguero enjambre, sosteniendo el micrófono, contestando tantas preguntas como pude. Ahí estaba la gente del mañana desinhibida, entusiasta, espontánea. Una chiquita se tiró en mis brazos, apretándose a mí tan fuerte que tuve que hacerle cosquillas para soltarme de su abrazo. Otra había traído para mí dos flores, pero me entregó solo una porque dijo quería quedarse con la otra. Las preguntas oscilaron desde una nena de dos años diciendo: “Capitán Cousteau, ¿cuántos peces hay en el mar?, hasta una muchachita de 10 años interrogando: “Yo también fundé una sociedad para proteger a las ballenas. Tengo 40 miembros. ¿Cuántos tiene usted?”. Un chico de ocho años estuvo severamente serio cuando preguntó: “Para el artículo del Saturday review, ¿cuáles fueron sus fuentes de información?” Por lo demás, la mayoría de las preguntas se refirieron a tiburones, delfines, técnicas de buceo o conservación. Cuando la deliciosa hora había pasado, salí de ahí una vez más, consciente de que gracias a la televisión y a la educación moderna, los niños de hoy saben más sobre el mar que sus padres. Gracias a ellos, el futuro lucía brillante camino al auditorio cercano donde tenía que hablar. Alguien tocó mi hombro. Era Jim Tarr, líder de uno de los talleres de nuestros Días de compromiso, voluntario en el hospital vecino. El instituto AMD Anderson de Tumor y Cáncer dirigido por el doctor Lee Clark. “Capitán —dijo— me gustaría que usted viniese mañana a visitar el sexto piso del instituto. Por favor, venga a verse con nuestros pequeños pacientes. Son niños en la etapa terminal de su cáncer. Sería su última alegría, por favor, capitán.”

La muchedumbre circundante, el ruido, los rostros que me miraban me ayudaron a sobreponerme del shock. Tenía que viajar temprano al día siguiente, pero cambiaría el vuelo. Sí, iré a la mañana siguiente.

Jim Tarr me acompañó al espantoso sexto piso del ultramoderno instituto cancelológico. En la primera sala estaban reunidos una docena de jóvenes entre 10 y 15 años. Eran los que todavía podían caminar por ahí. Pero la ciencia médica había agotado su capacidad y nada podía hacer para impedir el inevitable destino de esos jóvenes pacientes terminales. El contraste con la exuberancia del día anterior era escalofriante. Traté de resultar entretenido. Hablé del mar, los delfines, las ballenas, mi barco, mis proyectos. Les pregunté si habían visto mis películas. Si sabía nadar, solo contestaron sí o no, permaneciendo pavorosamente serios. Algunos de ellos habían perdido el cabello. Un Yul Brinner de 12 años me miraba fijo patéticamente, como si me estuviese reprochando la responsabilidad de su condición. Sentí que indudablemente sería responsable si me callaba la boca. Mi visita a la otra sala fue todavía más deprimente. Allí, acunados por sus padres sin esperanza, los niños estaban en la etapa final. Rehusaron, mirarme o escucharme vueltos hacia la pared, temblaban débilmente y lloriqueaban.

Cuando salí de ahí, llevaba para siempre en mis oídos los dolidos gemidos de esos niños. Aproximadamente 70% de los casos de cáncer se deben a causas ambientales, nos dijo más tarde el doctor Frank Rauscher, Vicepresidente para la Investigación de la Sociedad Norteamericana del Cáncer. ¿Cuántos de esos niños sin esperanza eran víctimas demoradas de la trágica decisión de experimentar bombas megatónicas en 1962 y 1963, como me lo reveló el profesor Zennkevitch?

Que todos los que toman decisiones referidas a planes nucleares hagan ojalá una humilde visita a alguno de los muchos sextos pisos de los hospitales del mundo.

Lágrimas en el helado. Jacques Cousteau

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